jueves, 15 de enero de 2015

PLEASE DRINK RESPONSIBLY



Dios ha muerto, ¡Viva la Virgen!



marquee

"La religión, el sistema de doctrinas y
promesas que, con envidiable exhaustividad
explica los enigmas de este mundo
Sigmund Freud"

Dentro de nuestra consideración de la filosofía griega, el Derecho romano y la Ciencia moderna como los tres hitos fundamentales en la historia de Occidente, no podemos evitar cierta desazón cuando nos vemos adscritos, machaconamente, a una “civilización cristiana occidental”. Un cristianismo, dentro del cual la religión católica romana es el centro de poder que más ha perdurado en los últimos veinte siglos. Desazón provocada por el convencimiento de que la formación de esos tres hitos culturales ha sida ajenos a cualquier religión.
En el siglo VI a.C., en la zona comprendida entre Anatolia, el sur de la península itálica y Sicilia, surgieron pensadores como Tales o Heráclito que dejaron de considerar el universo como una creación de los dioses y, abandonando mitos, atribuyeron su existencia a elementos fundamentales: agua, tierra, aire y fuego; es decir, trataron de explicar el universo sin causas sobrenaturales. Las ciudades griegas eran lugares de convivencia ciudadana, donde las religiones primitivas, a diferencia de las reveladas, podían actuar sin inmiscuirse en el desarrollo cultural de aquellas grandes civilizaciones, ya que al carecer de libros sagrados, de dogmas e, incluso, de una casta sacerdotal que controlara esos principios “inmutables”, servían principalmente para las celebraciones rituales, ligadas a menudo a los cambios estacionales.
En la antigua Grecia, los encargados del culto a cualquier dios no pertenecían a casta clerical alguna: cualquier ciudadano varón podía oficiar cualquier ceremonia sagrada; ya fuera un general, en el caso de iniciar algún acto bélico importante, o bien un magistrado. La relación de los griegos con sus dioses era más de tú a tú, pues los consideraban hasta cierto punto “humanizados”. En cualquier caso, cada dios tenía una función concreta, y podían así invocarlos puntualmente.
Mucho más funcionales eran los dioses romanos, más alejados de leyendas y mitos que los griegos. Era, asimismo, notoria la tolerancia de los romanos con los dioses ajenos. De hecho adoptaron a todas las divinidades griegas cambiándoles el nombre y, generalmente, respetaban los dioses de los ocupados o vencidos, pensando quizá “mejor no molestarlos, por si acaso”.       
La religión en Roma estaba totalmente sometida al Estado a través de los colegios sacerdotales, especialmente el de los pontífices.. Un conocido principio del senado y del pueblo romano era: “Deorum offensae diis curae; solo a los dioses corresponde ocuparse de las ofensas hechas a los dioses”.
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La primera de las tres religiones abrahámicas, el judaísmo -quizá no la primera monoteísta, ya que se presume que se inspiró en el mazdeismo  zoroastriano-, fuera en cualquier caso un conglomerado de creencias de unas tribus encerradas en un paraje predominantemente árido del llamado Oriente Medio.
Adaptando esa rica herencia a lo largo de veinte siglos a sus propios fines, el cristianismo convirtió la filosofía en Teodicea, al Derecho romano en Derecho canónico, y puso en tela de juicio cualquier logro científico que contradijera las leyendas bíblicas.
Así, ese tercer hito cultural: la Ciencia moderna, hubo de abrirse un paso  dificultoso a lo largo de más de dos siglos en una lucha constante contra esas las creencias hegemónicas, desmontándolas una a una con cada descubrimiento. En los comienzos de esa Revolución científica de los siglos XVI y XVII, la hierocracia imponía su sinrazón a sangre y fuego: Galileo, Tommaso Campanella, Giordano Bruno son muestra harto conocida. El último, Giordano Bruno, fraile dominico, sostenía que Cristo no era Dios, sino solo un mago extraordinariamente hábil.


Así pues, el pensamiento científico ha sufrido una persecución sistemática por la iglesia romana, prolongada hasta el siglo de la Ilustración; y persistente en nuestro país: recordemos cuando, en 1812, Fernando VII, el Borbón felón, restauró la Inquisición y permitió la vuelta de los nefandos jesuítas.
          
Religión y progreso
Si examinamos la historia de los países europeos, hay tres de ellos: España, Irlanda y Polonia, a los que une un claro lazo a pesar de su alejamiento geográfico: el catolicismo romano. Una rémora que les ha situado  a la cola de sus vecinos.
¿Qué diferencia existe entre Gran Bretaña y la tradicionalmente pobre república de Irlanda, ambas separadas por escasas millas marinas, con unos habitantes con un tronco común? Solo ese fervor religiosos papista-romano. El mismo principio que a partir de mediado el siglo XVI hizo que  Inglaterra se convirtiera en una superpotencia y España en una prolongada ruina.  
Es curioso constatar que Irlanda, donde la religión católica sigue siendo aún un símbolo de identificación nacional, haya tenido un crecimiento económico entre 1991 y 2003  a un ritmo promedio anual del 6.8%, con un pico en 1999, aumentando su nivel de vida de hasta el punto de sobrepasar el de muchos estados del resto de Europa Occidental.
Decimos curioso porque entre 1996 y 2001 la asistencia regular  de los irlandeses a misa decayó de un 60 a un 48% (hacia 1973 superaba el 90%) y cerraron todos menos dos de sus seminarios. Quizá contribuyó también a ese declive la serie de escándalos sexuales y cargos de encubrimiento sucedidos en la década de los 90. Abusos masivos contra mujeres y niños que han llevado a considerar que en cada convento irlandés haya un cementerio clandestino. En 1995, los irlandeses legalizaron el divorcio en la República…..         ¿Serán concomitantes el despegue económico-social y la brusca secularización en ese periodo?

 

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El Tribunal de Derechos Humanos condena a Irlanda por abusos sexuales

La corte considera que el sistema educativo no protegía suficientemente a las víctimas

El Estado tendrá que pagar una multa por los abusos en escuelas católicas en los setenta

La sanción es de 30.000 euros por daño moral y material y otros 85.000 por gastos del proceso.
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No ha sido solo en Irlanda sino en países tan distantes entre sí como los Estados Unidos y España donde han aflorado en esta nuestra década los repugnantes abusos que muchos miembros de esa iglesia han cometido amparados por su poder sobre los menores; naturalmente no todos sus miembros son unos criminales, pero sí aparece la mayoría tan culpable como aquellos por el encubrimiento y protección de los protervos abusadores.
  
Los abusos sexuales ¿crímenes de Estado?
La situación ha llegado a ser tan alarmante que, mediado el pasado año, el
Comité de las Naciones Unidas sobre Prevención de la Tortura dictaminó que  la responsabilidad del Vaticano en los abusos sobre menores no se limita a su territorio, sino que incluye los abusos cometidos en terceros países siempre y cuando la Santa Sede "ejerza efectivo control" sobre ellos. Desmiente  así los argumentos de Silvano Tomasi, representante de la Santa Sede ante las Naciones Unidas en Ginebra, quien exoneraba de responsabilidad al Vaticano por no tener jurisdicción sobre los miembros del clero que puedan haber cometido abusos y delitos sexuales contra menores en terceros países.
Según las conclusiones de ese Comité “El Estado es responsable por los actos y omisiones de sus funcionarios y de otros que actúen oficialmente o en nombre del Estado y cometan actos de tortura o que consientan la acción de tales violaciones"  Esta responsabilidad se extiende a las acciones u omisiones de los funcionarios del Estado desplegados en operaciones en el extranjero".
Asimismo ha reclamado este órgano que a los clérigos investigados no se les traslade a otras sedes, donde puedan diluirse sus crímenes, incluso  vuelvan a cometerlos, amén de que toda sospecha de abusos sea comunicada a las autoridades civiles.
 
Pero en qué cabeza cabe, excepto en la de esos iluminados, que una institución, una religión en este caso, pueda subsistir  ignorando deliberadamente la naturaleza humana, al hombre, como lo expresara Nietzsche.  Es inconcebible que los teólogos de esa religión, desde Pablo de Tarso hasta nuestros dias, hayan estigmatizado el amor en todos sus aspectos como el más poderoso instrumento de Satanás, y que hasta el simple idilio fuera desaprobado -ese predicador tarsiano consideraba el sexo en el matrimonio como un mal menor-. Así, como dueños y censores de las conductas sensuales, los próceres puritanos dictaban las reglas del juego y  tuvieron siempre via libre para poner en práctica sus mas oscuras perversiones, imnunes a las críticas e impunes ante la Justicia.
Es repugnante la ocultación que los dirigentes eclesiásticos hacen de esos crímenes para defender su Institución. Ante todo, tratar de salvar su reputación, manteniendo en muchos casos en sus puestos a notorios criminales que sacian su lujuria abusando de los más débiles.

No menos condenable sería la actitud de los padres de las víctimas, pero hay que tener en cuenta el temor que aún ejercen los curas sobre las gentes sencillas; en nuestro país por el temor a represalias por parte de esos herederos directos del franquismo que controlan la moral pública desde una posición de monopolio oficial. Herederos de esas bandas de asesinos que daban vivas y  aplaudían los fusilamientos en las prisiones fascistas, como nos ha relatado el que fuera  pater de la cárcel de Torrero en aquellos duros años de represión, tortura y muerte.
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El casco de Dios

¿Cómo ha sido posible que tal superchería; qué tanta necedad y rapiña hayan controlado el mundo de occidente durante veinte siglos? 
Entre todos los seres vivos el hombre es el único que pronto conoce que nació condenado a muerte y, para mayor espanto, sin saber de antemano cuándo se ejecutará esa sentencia. De ahí, quizá, el reconocimiento del acto libre del suicida que decide por sí mismo la fecha de su autoejecución. Libertad que esa secta judía niega con la ridícula pretensión de que los hombres no son los dueños de su cuerpo, sino que çeste pertenece a Dios, a su creador.
Posiblemente fue el epicureísmo el sistema filosófico que los cristianos no fueron capaces de adaptar a su sistema de creencias: Los epicúreos no temían a los dioses, aunque existieran, porque no tendrían nada que ver con ellos ni para bien ni para mal; y tampoco temían a la muerte, porque siendo nada, no puede ser algo para nosotros: mientras vivimos no está presente y cuando está presente nosotros no estamos.
Aparte de ese paganismo laico, resulta patente que desde los comienzos de la
humanidad se han prodigado los visionarios que, sin poder negar la inevitabilidad de la muerte, ofrecían la continuación de la vida en un paraíso lleno de dichas ultraterrenas. Algunas civilizaciones trataban de  conservar los cadáveres o  llenaban los  féretros de alimentos o de pequeños útiles para un largo tránsito; en otras, como la nuestra, algunos  recurren a la crionización. Pero han sido las tres religiones monoteístas las que han elaborado una teoría que acaba finalmente en ese paraíso idílico, bien que mediante un largo tránsito a través del cual los forjadores del mito se llenan los bolsillos con el dinero ajeno.
Se sitúa  el origen más conocido de estas creencias en la Biblia, esa historia llena de furia, odios y venganzas. En una de sus diásporas, algún grupo de judíos mesianistas llevaría sus creencias hasta Roma –parece que los romanos no distinguían entre judíos y cristianos: ¡todos judíos!, quizá las persecuciones de cristianos fueran progromos contra los judíos-.                                                                                                   Seis siglos tardaría aún en llegar una variante de ese monoteísmo a la trasfronteriza Arabia, prosperando de forma similar, bien que dirigida hacia Oriente dado su fracaso de establecerse en Europa.
Veinte siglos dan para mucho si se administran desde una posición dominante; ¡ya quisiera cualquiera de las ideologías contemporáneas haber dispuesto de ese caudal temporal para conquistar la hegemonía eterna!
Resulta innegable que fuera de la imposición de un clero dominante, del control social ejercido, de su habilidad para asociarse al poder temporal, tanto el Viejo como el Nuevo Testamento son una gran novela, el último aún más emotivo, como un dramático western de buenos y malos con un final feliz: la resurrección, el sueño más apetecido de los mortales.                                                                                                         Como dice el escritor inglés Julian Barnes, la alternativa a creer en Dios y en la vida eterna es la de quemar las naves y asumir un fin terrible y definitivo para la vida terrenal.                            
Esos veinte siglos de hegemonía permitieron múltiples ediciones corregidas y aumentadas de la gran novela:                                                                                   Ya los primitivos cristianos crearon el nuevo edén al que irían los justos, situándolo en el cielo estrellado en el que moraba el Jahveh bíblico. Luego  complicaron la trama y diseñaron los tres cielos y los tres dioses unificados: inventaron una madre humana para uno de ellos, también humano, a semejanza de los dioses del Olimpo griego.                                                                                                                       El infierno, expresión máxima del temor de Dios,  parece más próximo al Hades griego, la ciudad subterránea de los muertos.
En el año 1254, bajo el papa católico Inocencio IV y con motivo del Concilio de Lyon, se acuñó la palabra “purgatorio” como un “lugar” y un “tiempo”, un “infierno temporal” en que las almas recibían castigo por sus pecados, cabiendo la posibilidad de ser mitigado o abreviado por medio de sufragios, sacrificios o indulgencias. Dos siglos después, en 1476, el papa Sixto IV, le dio pleno sentido:

« Los que murieron en la Luz de la Caridad de Cristo pueden ser ayudados con las oraciones de los vivos. Y no sólo eso. Si se dieren limosnas para las necesidades de la Iglesia, las almas ganarán la indulgencia de Dios.”

Recientemente, el novelista y periodista escritor Manuel Vicent (El País, 14 Dic. 2014) escribía  irónicamente:

“El origen de toda la riqueza y corrupción que ostenta la Iglesia se debe paradójicamente al pecado venial. Su creación hizo necesaria la existencia del purgatorio, que ha resultado ser un negocio mucho más sólido que todas las empresas juntas del Ibex 35 o del Dow Jones…”

Martín Lutero lo expreso de forma más concisa en su tesis 27 de las 95 clavadas en la puerta de la catedral de Wittenberg:

“Predican locuras los que dicen que el alma vuela fuera de purgatorio tan pronto como tintinea el dinero en el cepillo.”

No es aventurado  suponer que ese centro expiatorio, edificado en lugar ignoto por el papa Leo X para conseguir el dinero necesario para la ampliación de la catedral de S. Pedro de Roma, fuera el detonante de la Reforma. La mayor parte de las 95 tesis de Lutero no se refieren tanto a temas teológicos, como  al purgatorio y a la utilidad de las indulgencias.    
                                                                                                                                 Casi seis siglos después, el papa Benedicto XVI acaba de un plumazo con ese objeto de discordia, convirtiendo el espacio de tortura temporal en una especie de superego freudiano.  Fue este mismo pontífice el que decidió también acabar con el limbo, un lugar cuya existencia aseguraba Agustín de Hipona en el siglo IV.  Ya antes, el papa Juan Pablo II había negado la existencia objetiva del otro centro de tortura eterna, del infierno, reduciéndolo a un simple “estado de ánimo”.
En suma, estos sumos pontífices, hablando por boca de Dios, hacen y deshacen lo que quieren de sus misterios, sus dogmas y sus fábulas inverosímiles, mientras que una grey, bien que decreciente, les sigue, les sostiene e, incluso, como en el caso de este, nuestro país, obliga a creyentes, agnósticos y ateos también a mantenerlos

La necedad y la rapiña
Y aquí estamos, en España, en pleno siglo XXI, sufriendo aún el encono, la obcecación y el codicioso afán de lucro de esta simbiosis Gobierno-Episcopado. Actualmente, un Gobierno de “coalición” entre el Partido Popular y la Conferencia Episcopal en el que “gobiernan”. repelentes látigos de infieles como el guerracivilista Rouco, o el siniestro Camino, u otras “eminencias”, cuyas proclamas, de no ser porque atacan los derechos de algunas minorías sociales, provocarían risa por parecer sacadas de la novela surrelista española de posguerra.
                                                                             ¿Qué tiene en común estas dos formaciones, salvo su afán por el dinero, por el dinero público? Una coalición de intereses que se prolonga históricamente, y que se acentuó y  patentizó cuando a partir de la Reforma el resto de Europa empezó a prosperar económica y culturalmente.
Un reciente informe de Europa Laica cifraba la financiación pública de la Iglesia católica española en más de 100.000 millones de euros. Todo ello en un país en el que 73.9% se declara católico, pero el 64.7% de ese grupo no es practicante; es decir sólo practica la religión la cuarta parte de la población, reducida mayoritariamente a mayores y a mujeres de pueblos pequeños del interior, de clase obrera y con educación primaria o secundaria.

Julio G. Mardomingo